El consenso actual define a la democracia como el gobierno del pueblo y más aún el poder ejercido por el pueblo; de tal manera que el hombre de una sociedad democrática idealmente reconocería que el poder le pertenece y su dilema, tema básico de la historia política y filosófica de la democracia, sería cómo y cuánto licenciamiento de este poder se debería entregar a un grupo reducido, Gobierno, para que administrado de manera controlada eleve el nivel de beneficio individual, más allá del lugar que alcanzaría con el trabajo puramente individual o tribal.
De tal manera que el intríngulis en relación con el poder en un sistema político de igualdad como el democrático, derivaría de la tensión constante y deseable entre dos polos básicos dotados de este poder: El Gobierno, que intenta legitimar su poder vía “fines” y el pueblo, al cual el poder pertenece de manera natural y que se debate por hallar el nivel mínimo de poder con el cual dotar al gobierno para garantizar un ejercicio eficiente; y por cómo controlar los límites del tal licencia, tras reconocimiento del riesgo de que una acumulación exagerada de poder degeneraría en una tiranía o peor aún en dictadura.
De vuelta al punto de partida nos preguntamos: ¿Cuál sería entonces la verdadera dimensión de la frase “Yo no soy yo, yo soy el pueblo” (Chávez 23/01/10) en el contexto del otorgamiento controlado y uso limitado del poder? ¿Hablamos acaso de una declaración o identificación aberrante, en cuanto malsano o demasiado viciado, que pretende acercar los polos para asirse de poderes extraordinarios sin convencimiento por fines o debate de causa? ¿Disparó esta frase alguna alarma en nuestras conciencias democráticas?
Continuará...